Desde el comienzo de la pandemia, en mi ministerio con las diócesis, parroquias y otros grupos, surgió continuamente un tema: lidiar con la pérdida. Este problema se experimentó de muchas maneras, pero principalmente a través de la muerte de familiares y amigos. Esta realidad también fue personal para mí. Los quince sacerdotes y hermanos con los que vivo se contagiarion del virus y tres de ellos murieron.
Otra pérdida profunda durante estos tiempos tan difíciles ha sido la de la Eucaristía y la conexión con nuestras comunidades de fe. He escuchado muchas historias de lo dolorosa que ha sido esta pérdida, especialmente el no poder asistir y recibir la Eucaristía, que es el sol y el centro de nuestras vidas.
Somos gente de muerte-resurrección. Si vamos a experimentar la resurrección, debemos aceptar la pérdida. Dos aspectos principales de hacerlo son el duelo y la ritualización. Somos una Iglesia rica en ritual. Sin embargo, creo que nosotros, como Iglesia, hemos fracasado en proporcionar rituales vivificantes durante estos tiempos difíciles.
Hay dos principios que ayudan a lidiar con las pérdidas. Primero, no puede saludar hasta que haya aprendido a decir adiós. Solo podremos permitir nuevas personas en nuestras vidas cuando abracemos y aceptemos el profundo dolor que acompaña a la pérdida.
En segundo lugar, el duelo nunca se completa. Incluso las pérdidas aparentemente pequeñas experimentadas en el presente resucitarán la asignatura pendiente del duelo por pérdidas pasadas.
Preguntas para reflexionar
1. ¿Cuáles son las mayores pérdidas, personales y eclesiales, que ha experimentado durante esta pandemia?
2. ¿De qué formas concretas ha afrontado eficazmente estas pérdidas?
3. ¿Qué más tiene que hacer?
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