Durante el tiempo de Corona, nos hemos visto obligados en diferentes momentos a dar un paso atrás de nuestra práctica habitual de la Misa. Esto nos da la oportunidad, quizás, de mirar más de cerca lo que realmente hacemos en la Misa. Como predicador (y ex profesor de inglés), a menudo he usado las palabras que comúnmente asociamos con la eucaristía como un punto de reflexión. He pensado que estamos tan acostumbrados a las palabras que a menudo no nos tomamos el tiempo para reflexionar sobre su significado. El reflexionar puede ofrecer una rica fuente de comprensión de lo que realmente estamos haciendo en la Eucaristía.
Por ejemplo, usamos casualmente el término “comunión” para referirnos a la Eucaristía: “vas a tomar la comunión” o “en el momento de la comunión”. Por supuesto, la idea inmediata es lo que aprendemos de la catequesis, que tomar el pan y el vino nos une al sacrificio de Cristo. Esta ya es una comprensión rica y significativa del término. Sin embargo, no es todo. El final que buscamos poniéndonos en comunión con la presencia real de Cristo es el que Dios ha querido para nosotros desde el principio de la creación: unirnos a la propia vida de Dios, participar de la vida de la Trinidad, estar en comunión con lo divino. Es en este contexto que entendemos la sabiduría de San Atanasio que dijo: "Porque el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios." Eso es comunión.
¿Con qué frecuencia pensamos que la Eucaristía nos une a lo divino? Este es un don que Dios nos ofrece, no porque lo merezcamos, sino porque Dios nos ama y es lo que Dios desea para todos nosotros. Y cuando decimos "amén" a la invitación de la comunión para recibir "el cuerpo de Cristo", manifestamos nuestro propio deseo de unirnos a lo divino. Es por eso que no podemos hacer esa declaración de “amén”, es decir, “creo”, a la ligera. Estamos llamados y desafiados a aceptar la responsabilidad que conlleva un don tan grandioso. Hay otra palabra que lo expresa bastante bien en la invitación a rezar el Padre Nuestro antes de la comunión: "Fieles a la recomendación del Salvador y siguiendo su divina enseñanza, nos atrevemos a decir, Padre Nuestro….”Esto expresa el don y la responsabilidad de manera muy eficiente. El regalo de este don es que a través de la entrega reconciliadora de Cristo, podemos conocer a Dios como "Abba, Padre". Ese momento de cercanía es asombroso y ... viene con la responsabilidad de reconocer que todos los que comparten el derecho de pronunciar ese nombre de Dios, ese don de intimidad, son mis hermanos y hermanas. Nos atrevemos a reconocerlo con los demás, y con ese reconocimiento viene la responsabilidad de ser hermana o hermano el uno para el otro. Con nuestro “amén”, todos compartimos la comunión.