Ahora que estoy en el proceso de mudarme de un Estado a otro el mundo que me rodea cambiará drásticamente. No sólo el paisaje o el clima sino los rostros serán diferentes. En este contexto la pregunta sobre la identidad del prójimo (¿Quién es mi prójimo?) cobra un significado nuevo; como siempre los evangelios a pesar de contener narraciones simples cuestiona toda mi vida; quita las seguridades adquiridas; me saca de la zona de confort como se dice ahora y me pide arriesgarme a iniciar nuevos caminos.
El desafío de decidir a quién he de considerar prójimo en el evangelio de Lucas da pie a una parábola conocida: la del buen samaritano. Allí Jesús se atreve a poner en duda lo que todos damos por seguro: que una persona por ser “religiosa” es el ejemplo para seguir. Jesús deja de lado al Levita y al Sacerdote. Ellos están demasiado concentrados en cumplir con la Ley que indica que un sacerdote no puede contaminarse tocando a un muerto a no ser que sea un pariente cercano (Levíticos 21,1-2). La obsesión por la pureza les impedía chequear si el herido estaba muerto o vivo. En cambio el samaritano, un hereje desde el punto de vista judío-religioso, está en mejores condiciones para ver la realidad y en consecuencia hacer todo lo necesario para ayudar al moribundo.
La parábola es un llamado de atención para los que quieren ser discípulos de Jesús. Cuestiona nuestras opciones pastorales y misioneras. ¿Es realmente el bien del prójimo lo que guía nuestra forma de pensar y de actuar?
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