Hay un grito enorme en el corazón de todo ser humano, de modo particular en aquellos que buscan intensamente a Dios. "¡Oh Dios! ¿En dónde pronuncias tu Palabra?" (Juan Tauler). Dios siempre pronuncia su Palabra aunque a veces parezca que no está, aunque su presencia parezca imperceptible, aunque sintamos que guarda silencio. Si somos capaces de quedarnos aguardando como el centinela espera la aurora, aunque la espera sea larga y padezcamos de sed en el desierto de la vida, lo veremos.
Quien es capaz de aguardar, quien es capaz de no moverse del camino, allí por donde pasará el Señor, en el momento más inesperado, cuando piense que el Señor pasará de largo, oirá su Palabra: "Ven, hoy me hospedaré en tu casa" (Lc 19, 5). El que sabe esperar, el que sabe permanecer atento, aun en medio de la noche, aun en medio del frío, de la soledad y del sufrimiento, le será dado escuchar. Podrá decir, como Job: "a mí se me ha dicho silenciosamente una palabra, mi oído ha percibido su susurro" (Jb 4,12). O lo que decía el profeta Jeremías: "Siempre que se presentaba tu Palabra, la devoraba; tu Palabra era para mí un gozo y la alegría de mi corazón" (Jr. 15, 16) .
Allí, en el desierto, en lo recóndito, en el fondo esencial, allí donde se percibe la frontera de lo humano, allí donde sólo cabe la esperanza, a pesar de las apariencias en contra; allí, de una forma inesperada, Dios actúa y se da en plenitud. Sólo si ponemos nuestra casa sobre roca, a pesar de las tormentas y huracanes a que la vida nos enfrenta, permaneceremos firmes en la esperanza y el consuelo. Es mi deseo que vivamos así esta cuaresma que iniciamos y la vida toda.