Hace poco volví de una peregrinación espiritual de once días por Galicia, España. Cinco de mis hermanas religiosas y yo hicimos una de las varias rutas del Camino de Santiago a través de la costa occidental de la Península Ibérica. Al reflexionar sobre nuestra experiencia, me doy cuenta de que ha sido la única vez en mi vida que he dependido totalmente de las señales -en forma de flechas amarillas y/o las conchas icónicas del Camino- para llegar a un destino. Claro, he estado en muchas carreteras y calles donde las señales eran bienvenidas y útiles, pero nunca me he sentido completamente dependiente de ellas. En nuestro caminar, no teníamos acceso al internet, ni a un navegador global, ni a mapas. Confiábamos únicamente en estas señales para guiarnos a través de carreteras, colinas, montañas, playas, bosques y calles rurales y mantenernos en el camino que conducía a la tumba del apóstol Santiago. Estas señales visuales, colocadas por innumerables personas que nos precedieron, eran a veces muy obvias, visibles y formales (azulejos de cerámica azules y amarillas). Sin embargo, la mayoría de las veces eran bastante sutiles: una flechita de madera clavada en un árbol en medio de un bosque, una concha en la puerta de entrada de alguien por un callejón rural, o flechas amarillas pintadas con pintura de aerosol en rocas, tronco de árboles o sobre el pavimento.
Hay dos cosas que me resaltan al ir asimilando la experiencia. En primer lugar, desde el principio, las señales no sólo nos guiaron, sino que también nos dieron una verdadera sensación de seguridad. Depositamos nuestra confianza en ellas, lo que significaba que inconscientemente estábamos depositando toda nuestra confianza en quienes nos precedieron. Al seguir las flechas y las conchas, pasábamos automáticamente a formar parte de una comunidad más amplia de peregrinos y peregrinas que a lo largo de varios siglos prepararon el camino para nuestro propio peregrinaje. En segundo lugar, si no hubiéramos visto las señales, habrían sido inútiles. Desde el principio de nuestro camino tuvimos que permanecer alerta y vigilantes a cada paso. No ver una señal significaba perder el rumbo, lo que no implicaba necesariamente que no hubiéramos llegado a nuestro destino, pero sí que se hubiera hecho nuestro viaje más largo y difícil. En otras palabras, pudimos completar nuestro viaje porque pusimos conscientemente nuestra fe en una comunidad mucho más amplia y porque permanecimos vigilantes y despiertas.
Como cristianas y cristianos católicos, somos herederas de una tradición de más de 2.000 años de señales en forma de conclusiones teológicas, sacramentos, rituales y muchos otros símbolos tangibles destinados a guiarnos en el viaje de la Vida en, con y por Cristo. Cuando cada una de nosotras comienza su peregrinación por la Vida, tanto el camino como el destino son desconocidos y es una bendición contar con estas señales. Sin embargo, en realidad, se vuelven irrelevantes si no permanecemos plenamente despiertas en el viaje. Permanecer alerta y con atención, virtudes que se adquieren mediante prácticas de silencio (oración contemplativa) y auto-observación, no son negociables en el camino de la fe. Confirmé durante nuestra peregrinación que todo camino de fe es a la vez singularmente personal y simultánea y "misteriosamente" comunitario. Me parece obvio que nuestra vocación no es simplemente "creer" en el Dios Trinitario revelado por Cristo, sino SER, a lo largo de nuestro camino, imagen y semejanza de este Dios que es siempre UNO y comunión de diversidad. Quizá esta semana sea un buen momento para dos cosas: 1) dar gracias conscientemente por formar parte de una comunidad más amplia y 2) buscar formas de practicar el permanecer alerta y atenta a las señales sutiles que nos regala el Dios que "tanto amó al mundo que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Juan 3:16).